martes, 25 de enero de 2011

Sobre disciplinamiento y normalización

Por Mauricio Amar Díaz
No resulta fácil adentrarnos en aquello que forma parte tan constituyente de nuestra vida, como signaturas que abren toda condición de posibilidad para la significación y articulación de lo que llamamos experiencia, como la disciplina y la normalización. Si hay algo que decir de ellas es que pertenecen a ese extraño universo de conceptos que se presentan a través de múltiples ejemplos, de forma casi absoluta, al punto que alguien pueda decir que ‘si todo es disciplinamiento nada es disciplinamiento’.
Y en efecto, esta última frase puede ser cierta si asumimos que el disciplinamiento se articula a través de una lógica de superación de la realidad particular con la universalidad. En otras palabras, si creemos que disciplinamiento es lo absoluto multiplicado en sus particulares, por cierto no queda otra salida que la de ver en tal concepto simplemente una totalidad que de tan abarcante se constituye en nada.
Sin embargo, creo que es necesario comprender el disciplinamiento a modo de ejemplo para permitir una mayor reflexión sobre sus implicancias en la experiencia cotidiana de las personas en el mundo, si es que puede hablarse en nuestros días de algo tal. El ejemplo no debe ser considerado a partir de la simple superación de lo universal con lo particular, sino, por el contrario, ha de ser expuesto a partir de la original relación que establece entre lo singular y lo singular, de modo que toda búsqueda de trascendencia sea puesta, al menos, en suspenso, para analizar la relevancia de la normalización como dispositivo moderno.
Cuando Foucault utiliza el paradigma benthamiano para designar el desarrollo del panoptismo que, de alguna manera se extiende a otros ámbitos de la vida, no busca explicar que el panóptico carcelario es la representación total de nuestra vida moderna, sino más bien evidenciar cómo nuestras experiencias, articuladas a partir de las relaciones de poder que les dan forma (las signan), se vuelven posibles sólo en tanto partes fundamentales de un tinglado de repeticiones, de prácticas constantes, que en el lenguaje de Judith Butler serían performatividades.
Esto quiere decir, que el ejemplo (o paradigma, que para los griegos era exactamente lo mismo) del disciplinamiento se constituye a partir de la repetición incesante de múltiples prácticas que son la condición de posibilidad de la vida moderna. Y he ahí donde adquiere sentido el concepto de nomalización, puesto que la modernidad se articula preferentemente a partir de la circulación constante (repetitiva) de las formas de disciplinamiento, de modo que todo acto de indisciplina se encuentra anormalizado. Para ello ha sido necesario que la repetición haya dado cabida a la institucionalización, es decir, a la creación de instituciones cuya organización y función se encuentran orientadas a la persistencia de la repetición, lo que de alguna manera da a nuestras vidas un contenido tautológico y no por ello menos dinámico.
Lo que permite introducir el concepto de ejemplo en una aproximación al disciplinamiento, es que la cárcel no es una escuela ni representa de modo universal la disciplina que puede intervenir en una escuela, sin embargo, mantiene una red de semejanzas con ella que permiten hablar, de alguna manera, del signo de nuestros tiempos y ese signo, que en realidad es, en términos de Agamben, una signatura que sobrepasa todo contenido semiótico (signo) o semántico (discurso), no es otra cosa que el disciplinamiento para la normalización.
Cada una de las instituciones creadas expresamente para normalizar a través de la disciplina, formando parte de un proyecto que podríamos definir como modernidad (sin reducir, por supuesto la modernidad al disciplinamiento y la normalización) debe su existencia también a la repetición y por tanto está en la repetición la posibilidad misma de su continuidad. Si de alguna manera el ejemplo lo que hace es ligar a lo particular con lo particular, permitiendo la existencia de la multiplicidad, por cierto, el ejemplo del disciplinamiento apunta precisamente a lo contrario, es decir, a la normalización y uniformidad. Por ello, la signatura de nuestra vida moderna es completamente aporética, porque su ejemplo ha desarrollado en su interior la excepción, es decir, la suspensión de aquello que nos liga, en principio temporalmente, para formar o reformar seres normalizados. Esta suspensión queda en evidencia cuando enfrentamos la exclusión de aquel que se niega a la mera repetición. En el caso carcelario aquello puede significar hasta la muerte, mientras que en la escuela se produce la expulsión o bien el quedar expuesto a la violencia de aquellos que se encuentran plenamente normalizados.
Que la excepción sea la regla no es un fenómeno moderno en sí mismo, ni menos permite definir a la modernidad, pero sí debemos considerar que es la modernidad la que extrapola el disciplinamiento para la normalización a todos lo ámbitos de la vida, haciendo de esta un simple modelo cronológico que no termina hasta la muerte. Podemos utilizar como paradigmas la cárcel y el colegio, pero otros espacios en los que nos creemos más libres (el trabajo, la calle, el hogar) se encuentran también integrados a la repetibilidad constante. Sólo así se ha logrado aminorar en la modernidad la pérdida del poder eclesiástico, de modo que ya no tememos ser herejes con nuestras prácticas, sino, más bien, anormales.
Ahora bien, la extrapolación de esta lógica del control y la producción de personas ‘capaces de participar con éxito de la vida contemporánea’ también tiene su contrapeso en los propios individuos y colectivos, cuya herramienta fundamental es la oposición a la repetición. Frente a la lógica del poder normalizador, por cierto que existen experiencias desafiantes que pagan caro su exclusión sin que ello signifique ceder a tal búsqueda. La fiesta, el carnaval, el arte, la música y la poesía son precisamente espacios en los que el tiempo de la repetición constante son puestos en cuestión, suspendidos. Por eso es que el poder ha sabido perseguir esos espacio-tiempos cada vez que ha necesitado imponerse por la fuerza y delimitarlos en la cotidianeidad, para que cumplan cada vez más una función meramente decorativa, folclórica.
El museo, es, en este sentido, otro ejemplo de normalización. Es el lugar en el que la experiencia de las grandes gestas humanas, de las rebeliones, las conquistas, quedan sumidas en lo que Benjamin llamaba el “érase una vez” absolutamente remoto e imposible de ser actualizado. Por ende la norma se presenta siempre como el alcance de ‘lo normal’ luego del caos, la llegada de la unidad frente a la amenazadora multiplicidad, pero además, el museo coloca ese pasado como algo fundante del orden, de la propia normalización que el disciplinamiento se propone.
Desde esta perspectiva, no parece poco relevante conocer de qué manera se ha podido articular un dispositivo de normalización o cómo ha sido posible su existencia; a través de qué repetición se logra imponer como ejemplo adscrito a una signatura. Precisamente en ese conocimiento se encuentra la posibilidad cierta de no repetir y convertir a la crítica en un ejemplo que no devenga en excepción. Esa es, por cierto, una tarea política de nuestro tiempo.

Alejandra Musalem: Percepciones, 2007. Fuente: Arte al Límite